viernes, 9 de marzo de 2018

El porqué del mar


Me han preguntado por qué escribo tanto sobre el mar si jamás tuve una relación cercana con él. Entre quienes no me conocen ha habido incluso quien me asumió como un aficionado a la pesca o un aventurero de las aguas.

Esta es la explicación:

Debía yo de tener cuatro o cinco años. Casi nada recuerdo de aquellos domingos en el club de playa. Entre los destellos de memoria que aún conservo, queda uno particularmente nítido, aunque no llega a ser tan visual ni sonoro como lo anhelo. Ni siquiera es táctil porque no toqué nada.

Allí me encontraba con el torso desnudo y los pies descalzos frente al mar. Éste, verde y furioso, yacía como una bestia encadenada a las fauces de la tierra, destinada a repetir los mismos movimientos una y otra vez. El expandir sus extremidades arrastrándose sobre la arena para luego emprender retirada era su único accionar. Me pregunté entonces cómo sería si en una de estas retiradas el mar decidiese no volver. Y ese fue el comienzo de todo.

Más tarde, ya en casa, seguía yo encerrado en la misma interrogante. Así como el mar, mi naturaleza también fue siempre simple, tanto en mis pensamientos -que suelen ser uno solo repitiéndose incesantemente- como en mis acciones, de modo que la retirada del mar fue lo único en lo que podía pensar, y todo lo demás dejó de tener atractivo para mí. Así llegó la fiebre justo cuando comenzaba quedarme dormido. Quizá fue un mecanismo de autodefensa para sacarme de ese trance que no terminaría sino hasta encontrar una respuesta.

No he hallado jamás la forma de describir los sueños que tuve aquella noche. Al igual que mi memoria del mar, no son visuales ni sonoros, y ni siquiera táctiles como para reconstruirlos a partir de sus huellas en la carne. El mar quiso mostrarme una proyección de lo que sucedería si decidiese retirarse para nunca volver.

Un inmenso cráter colmado de esqueletos de peces, restos de plásticos y fierros corroídos se abría más ante mis ojos mientras continuaba yo mi descenso por aquel nuevo territorio ganado al mar. Como todo hábitat muerto, el nuevo acceso a la luz le había decorado los intestinos con una inclemente fealdad en la que solo comenzó a brotar belleza cuando al mar se le ocurrió volver. Empezaba yo a distinguir brillos aperlados en varias esquinas de aquel cuadro: eran los esqueletos de peces que ahora eran marfiles, los fierros revelándose como mariposas pubertas.

No debí haber levantado la mirada cuando el estruendo y la sombra desencajaron el contemplar de caracolas cerca de mis pies. Arriba, a varios kilómetros de mi cabeza, la gran ola de retorno tapaba el sol. El cíclope atado a las fauces de la tierra regresaba al descansadero donde volvería a arrastrarse y contraerse en su rutina autista. El terror que hizo que todos los músculos del cuerpo se me contrayeran permitió un solo pensamiento razonable. Dar media vuelta y correr no lo fue. Pensé que los esqueletos de peces recobrarían carne y viscosidad al primer contacto con el agua, que mi condición de mamífero terrestre invadiendo aquella fosa me ponía en el lugar perfecto para pagarles el atrevimiento con mi cadáver.

No sé cuánto duró la fiebre, solo sé que aquella noche nació el mar para mí, y con él mi vocación literaria.

Sin embargo, no es el mar de sales y agua que golpea la costa, tampoco el que soportas embarcaciones sobre su espalda. Ese mar jamás podría inspirarme. El mar al que escribo esta carta es el mar de mi sueño, acaso porque nunca llegué a despertar del todo. Algo de mí se llevó aquel mar en su carrera hacia la aniquilación de la bahía.