La temperatura desciende. Con ella, la lucidez retorna porque la escafandra se aligera cuando los poros dejan de sudar a borbotones.
Muchas madrugadas sacudí así el cuerpo en ansias de comenzar el día viendo la luz.
En noches así de recurrentes sólo un elíxir es la receta: desconectar la ansiedad, tal como si de un puerto se tratase.
Al ser máquinas redondeadas, nuestros cuerpos se extienden hasta donde las mentes patinen en afanes tan ambiciosos como invisibles en ímpetu. Agazapar de bulliciosos caballeros armados.
Esta madrugada de grados centígrados bajando y quietos bocabajos abrazaré y cerraré párpados porque "si no duermes, debes sólo dejar de preocuparte".
Llegue el sueño o no, el abrazo y el rojo oscuro de los párpados cerrados permanece. Nuevamente lo he decidido. Compañerismo de mi propio cuerpo, allí desciendo con manos a los lados -cuidando de no pisar en falso a peldaños- porque el descenso frío acaricia mucho: meloso, unitario en su callar de cubrecamas de lana. Y no existen escaleras en esta casa.
Anhelo volver a experimentar un verdadero invierno. Extraño el hielo y duele. Añoro el temblar de los labios, el cruzar de los brazos mientras arropa la carraspera. ¡Las pestañas con estalactitas!
Iría yo cazándote, Invierno, de hemisferio a hemisferio conforme la Tierra se incline -aunque sin coordinar- y sus ondulaciones te broten. No soñar contigo te traerá de vuelta de la misma forma en que resignarse a no amar termina por materializar un ser amado donde antes reinaban vacíos de insomnes veranos.