Una caída libre tan bien calculada -cabeza a almohada y torso a frazada destendida- cerró los receptáculos de estímulos justo antes de una eterna silueta de fiesta invernal. Hasta allí llegué siempre agotado, remando contra el mareo. Ya al hacer contacto con la superficie, los brazos no me bastaron para alcanzar aquellos tentáculos de selva. Quizá esperaba balancearme entre las venas del agua.
Pude, sin embargo -mientras el monstruo de la naturaleza se alejaba y mi cuerpo comenzaba a recobrar aires de hogar- arrancar caracoles, espinas, brotes, esporas, rocíos y libélulas: un jardín embrión que coronará pronto mis primeros pasos en su primordial tarea. Las manos las llevaré juntas y, en un big bang de minúsculas muestras de vida terrestre, esperaré a que los compuestos se disuelvan.
Finalmente, esta maraña orgánica parirá copas redondas que actuarán como sombrillas sobre mis espaldas, protegiéndome del furor solar toda vez que la sed me impulse a comenzar una caminata.