No deja de encandilar mi memoria aquella película de Jaco Van Dormael en la que, tras décadas de trance criogénico, Nemo despierta en un futuro donde médicos ansiosos lo interrogan sobre su vida. Con las arrugas y la palidez que sólo más de cien años pueden derramar sobre el rostro de un hombre, nuestro protagonista pierde la ilación de su propia historia al modificar las decisiones que tomó -o fueron tomadas por él- de la misma forma que otros maquillan los sucesos sin intención y con notable convencimiento.
Acerca de la poca fiabilidad de nuestros recuerdos, leí que la vida humana se asemeja más a una película que a un documental. Somos directores involuntarios en un eterno despertar que retoca la memoria tras cada noche de sueño mediante la aplicación de filtros, la supresión e inclusión de escenas, y los efectos especiales. Así, los bordes filosos se redondean amables y cálidos, acaso con hitos placenteros que cobran nuevos sufrimientos para satisfacer nuestra búsqueda de antagonismos.
Hoy la escena es real porque sucede ante mis propios ojos, ante los embates del clima que aparecen fielmente capturados en cada fotograma, siempre matizados con espasmos de risa blanca. Aunque pesa tanto el material sin editar y busco dónde poner y quitar segundos, minutos, no me atrevo a intervenir en el desenvolvimiento de la obra porque cada sobresalto ha sido compensado sin falta con el abrazo del arte.
La película que nos encontramos produciendo es siempre nueva, omnipresente, desconocida. Guarda el encanto de las primeras impresiones, los primeros besos y la imposibilidad lógica hecha materia. Se me ocurre que podría ser esta inmunidad a la pérdida del asombro la que vuelve tan vivos los colores. Nunca más entonces al blanco y negro, tampoco a los sepias en futuras escenas porque una suerte de impresionismo yace satisfecho haciendo gala de su desnudez mientras se expande para llenar cada toma. Es una deidad humanizada como los dioses griegos.
Por más que la criogenia sea algún día capaz de llevarnos hacia un futuro insospechado en el que nuestra obra sea objeto de fascinación colectiva, siempre diré que no a las invasiones antinaturales que otros seres humanos conciben en laboratorios. No sería nuestra película un ente tan singular si no fuese producto de nuestros delirios más espontáneos. Quien deba ser espectador de nuestro atrevido emprendimiento esperará a que el ciclo de la naturaleza la deposite en madurez de pulpa y cáscara, habiendo caído del árbol a su tiempo: sin prisa y sin arrancarse, aunque con la promesa de envenenar a quien la muerda.