Solíamos trotar sobre la arena mojada como niños
Éramos bienvenidos por el mar y su séquito más noble
Toda aquella escena blanca de peces moribundos y dulces
Los gigantes del océano que dormían la mañana saludaban
Éramos apacibles al viento y la llovizna salada
Incluso corazones ajenos a nuestros pechos
Nos visitaban cada día en forma de palomas
Que se posaban desnudas sobre nuestras cabezas
Como bautizándonos
Así era cada vez
Que la naturaleza nos miraba con sus ojos azules
Aunque pasábamos también horas bajo techo resguardados
Amando el vaivén y el calor de nuestros cuerpos
Y de una resolana que nunca se apagaba
Era nuestro propio fuego aunque los necios
Afirman que nadie
Puede ser dueño del fuego
Pero un día
Mataste a hierro
Y a hierro hubiste de morir
Tus ojos se hicieron inmensos del asombro
No conocías el castigo ni la pena ni el dolor
De pecho
Y te preguntabas qué podías haber hecho mal
Eso
Mi Vida
No lo sabe nadie.