jueves, 9 de noviembre de 2017

De vuelta a las aguas



Con los ojos entreabiertos de amanecer basta para ver todo, todo lo que ofrece el panorama de eventos terrestres. Una figura humana, colores básicos, tierras preciosas de donde extraen manitas frágiles coronas. Arrastra la tierra su quehacer desprovisto de singularidades.

Ser testigo de hipocampos a muy temprana edad marcó la ruta: bajo la superficie del agua pareciera existir el número perfecto de estímulos que mi sed de estupefacción necesita. Nada existe en la tierra que atraviese mis escamas: bien dicen que cuando acaricia el aire, halaga los sentidos sin alimentar a los peces de aguas profundas. Y a nosotros nos es urgente contar con mucho alimento.

Aunque los pulmones no me respiren aún cuando me sumerjo, toda profundidad me guarda una cita postergable pero definitiva. Ya puedo ir preparando las aletas, las agallas y los dobles párpados, sin el temor ni la impaciencia de los viajes ordinarios. Tampoco es semejante este proceso a los rituales previos a la muerte que nos inculcaron los intermediarios entre peces de aguas profundas y dioses.

He tocado vísceras sin sobresaltar mis ojos. Contenido exhalaciones, dormido envuelto en aletas con fuerte olor a lecho marino. Aquí en tierra, por supuesto, acogido en la promesa de un después que -nuevamente- no se parece a los solemnes entusiasmos de quienes oran, aunque de noche me llevaron aquellas amorosas bestias en sueño consciente hacia sus reinos. A fuerza tan entrañables bienvenidas, ya extraño hasta el espasmo las fosas, las linternas de fluidos, las montañas y los orificios volcánicos donde anidan los ancestros de las anémonas.